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ISSN 1989-4163

NUMERO 38 - DICIEMBRE 2012

Mi James Bond

Inés Matute

Era unánime: Sean Connery y Roger Moore estaban añosos y archiamortizados, y el personaje requería un caralinda con más pegada y más brío a la hora de saltar de vagón en vagón. Llegaron así los señores Dalton y Brosnan, y ambos tuvieron su “aquel”. Pero Daniel Craig, en lo que a mí respecta, resulta demasiado rudo, demasiado inexpresivo,  primitivo y falto de carisma. Vamos; un agente secreto más campero que las amapolas.

La productora pensó- corrijo: alguien de la productora decidió- que los nuevos tiempos requerían más acción y más épica, y menos conversación. Algo diferente, en suma, con lo que quitar lastre y superar el nivel ramplón de sus antecesoras. Por aquel entonces, para la reputación del saltimbanqui Bond, Jason Bourne resultaba un incordio, una mosca cojonera que reventaba taquillas y enloquecía  a treintañeras. Se probó entonces con un ritmo endiablado y una maxidosis de efectos especiales, pero el Bond Reborn no acababa de cuajar. Supongo que se habían perdido su esencia británica, su seductora elegancia: el nuevo agente se parecía demasiado a cualquier desalmado asesino de la CIA. Ya no era el viejo Bond, siempre impoluto, siempre peinado, que nos enamoró.

Los seguidores de la serie- y aquí se nos nota la edad, la distancia recorrida- estábamos y estamos decepcionados. Lo que el cuerpo nos pide es un Bond tranquilo y elegante, conductor de aventuras por escenarios de lujo, yate y Martini, un galán seductor de mujeres perfectas y más malas que la tiña. Nuestro 007 es un tipo irónico e inteligente, que pone caras singulares cada vez que falla, o no, uno de los absurdos inventos de Q. Q, naturalmente, es un viejales ocurrente y chisposo, y no un niñato que parece engendrado durante el descanso entre dos chats. La crisis de identidad de extiende, vive Dios, y llega hasta la letra Q tras pasar por las nuevas chicas Bond, más frías que un pingüino y con menos enjundia que un monopatín. No, no es que las anteriores construyeran unos personajazos- su papel no pasaba de lo  decorativo-, pero tampoco nos dejaban tan indiferentes como las actuales. Eran… otra cosa. Como el mismo Bond.

Evolucionar, conservar,  remover sin agitar. That’s the question. Y, sino, que se lo pregunten al siempre perverso – y cambiante- Javier Bardem.

James Bond

 

 

 

 

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